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  • DE RAICES Y ALAS

    Cosquillas. Similar a un hormigueo que te recorre la piel, y, sobre todo, la imaginación. Para quienes no lo han sentido nunca es difícil de explicar, pero estoy segura de que aquellos amantes de la aventura como yo saben de lo que hablo. Ese deseo constante por viajar, por experimentar de primera mano lugares que nunca antes viste. Y es que el mundo es demasiado grande y hermoso para permanecer toda la vida en el mismo sitio.   Con esa avidez por explorar es que me inicié en mi carrera de Turismo, estudiando en la universidad y luego trabajando en empresas de viajes, ayudando a personas como yo a conocer el mundo que yo también anhelaba ver. Hasta que un día, todo cambió. Una propuesta de trabajo. ¿En Argentina? No. En Estambul, Turquía.   Muchas personas, tal vez la mayoría, se entretienen alguna vez con la idea de emigrar a otro país, de probar su suerte en tierras lejanas. Tal sea el instinto de los nómades de antaño que aún se mantiene en nuestro interior. Sin embargo, así como muchos juegan con la idea de emigrar, la mayoría nunca lo concretan. Motivos hay cientos, pero creo que el común denominador de todos ellos es el temor. Temor a lo desconocido, a lo que no podemos planificar ni controlar por completo. Temor a saltar la cerca sin saber que encontraremos del otro lado. Eso mismo me freno a mí muchas veces, donde me dije que emigrar era un riesgo, un desafío demasiado grande.   Pero algo cambió al recibir esa propuesta de trabajo. Tal vez era el momento adecuado, o tal vez fue porque me ofrecía una cierta seguridad que antes no tenía. Decidí que no sería una de esas personas paralizadas por el temor. Quizás fuera una idea descabellada y que terminaría en desventura, pero aun así, merecía la pena intentarlo.   Acepté el trabajo, y comenzó la vorágine.   Uno no tiene conciencia real de todo lo que posee, hasta que se plantea deshacerse de ello. Eso es lo que me tocó hacer. Me deshice de mi ropa, de mis utensilios de cocina, de mis muebles. Alquilé mi departamento a una amiga. Mi mamá heredó mis plantas y mis libros. Al mismo tiempo comencé con los burocráticos trámites en la Embajada, para que el país que iba a acogerme aprobara mi visado. Luego, no quedó más opción que empacar el pequeño conjunto de pertenencias cuidadosamente seleccionadas en cuatro maletas.   Todo esto en nada se comparó con el momento de decir adiós de mis seres queridos, mi familia, los amigos que me acompañaban desde hacía tanto tiempo. Las despedidas fueron varias. Me recuerdo sentada en un bar de la Ciudad de Buenos Aires con dos amigas, degustando una copa de vino blanco, de sabor suave y dulce que se deslizaba como seda fría en la boca. Recuerdo una merienda compartida en un café temático con ambiente del Señor de los Anillos. Guirnaldas de flores colgaban del techo, faroles con velas, mesas rústicas de madera que raspaban la piel, y una colección de pastelitos de todos los colores. Escucho aún nuestras risas mientras recordábamos anécdotas divertidas y prometíamos que la distancia no rompería el lazo que nos unía. Recuerdo también los últimos días en mi casa, acompañada ya por mi mejor amiga, quien viviría ahí de ahora en adelante. Compartimos cada momento juntas, mirando televisión y con la ropa llena de pelos de sus gatos, que no perdían oportunidad de acurrucarse con nosotras.   Mi mamá me acompañó al aeropuerto. Me ayudó a arrastrar mi equipaje; poco tratándose de toda una vida, pero mucho para que una persona lo cargara sola. El trayecto en auto fue silencioso. El nudo en mi garganta no me permitía decir mucho. Solo miramos por la ventanilla, tomadas de la mano. En el aeropuerto, luego de hacer los trámites y de pagar el doloroso recargo por exceso de equipaje, llegó el tiempo de decir adiós. No lloramos, al menos no en ese momento. Solo nos abrazamos muy fuerte, y acordamos que me visitaría en mi nueva casa apenas se pudiera.   Nadie puede prepararte para el momento de dejar atrás tu mundo conocido. Cuando te alejas sola, en la escalera mecánica, en el asiento del avión. Cuando llegas a un país extraño y lo único que tienes para ayudarte con tu equipaje es un carrito del aeropuerto, por el cual pagué dos euros.   La primera prueba estaba superada, despedirme de lo que hasta ese momento había sido todo mi mundo, mis raíces, el inicio de mi historia. Ahora venía el segundo desafío, incluso más difícil que el primero: adaptarme a este nuevo lugar en donde el avión había aterrizado.   La bulliciosa ciudad de Estambul, siempre en movimiento, y dividida entre dos continentes. Luego de más de un año viviendo aquí, sigo alucinando con la posibilidad de cruzar entre Europa y Asia solo con un paseo en ferry de treinta minutos.   Podría dedicar un libro entero a relatar las bellezas que he encontrado en esta ciudad, y la cantidad de sensaciones que me regaló. Podría describirles ese brillo especial que tiene el sol de la tarde en las azules aguas del Bósforo, y la caricia de la juguetona brisa que viaja desde el Mar de Mármara y revuelve hasta el más cuidadoso peinado. Dedicaría un capítulo entero a contarles como me sentí caminando por el Bazar Egipcio, con ese aire cargado del aroma de mil especias, flores y miel. Les trataría de describir la sensación pegajosa que quedó en mis dedos la primera vez que probé baklava de pistachos. Les hablaría también sobre mis primeros amaneceres, donde la llamada al rezo me despertaba por la madrugada, resonando con fuerza por toda la ciudad a través de los parlantes de las mezquitas, pero cuyas palabras en árabe es imposible discernir. Les contaría también lo que se siente caminar por el antiguo Hipódromo Romano por la mañana de un sábado, con un simit recién horneado en la mano.   Pero no tan rápido, porque sin importar lo bella que sea esta ciudad, Estambul no me hizo la vida fácil en un inicio.   La barrera del idioma fue muy difícil de sortear, ya que la mayoría de las personas solo hablan turco. En mi memoria está grabado a fuego el día en que me mudé a mi actual apartamento, acarreando todas mis pertenencias, y a merced de los taxistas que se negaban a subir la empinada colina sobre la cual se construyó mi actual hogar. Difícil es describir la frustración de querer discutir con alguien, pero sin lograr que la otra persona entienda tus palabras.   Emigrar es aprender a vivir nuevamente. Descubrir cómo funciona el nuevo mundo en el que nos encontramos, donde las cosas más básicas se vuelven desafíos. ¿Cuáles son las compañías telefónicas? ¿Dónde debo ir para solicitar gas, electricidad, agua? ¿Qué documentos me pide la Oficina de Inmigraciones para registrar mi residencia? ¿Por qué el banco no quiere darme una tarjeta de crédito? A todas estas preguntas debí dar respuesta sola.   Tuve que aprender los nombres de los vegetales y los cortes de carne, para poder explicarle a los apresurados comerciantes qué era lo que debían venderme. Aprendí también a viajar en un minibús, donde el conductor de turno tiene el poder de cambiar el recorrido para evitar un embotellamiento. Y es que si algo caracteriza a Estambul son sus ajetreadas calles, diagramadas sobre la marcha, donde el concepto de “dar vuelta a la manzana” simplemente no existe.   Esta experiencia ha sido una transformación mucho más grande de lo que jamás imaginé. Soy una persona distinta a la que era cuando me fui de mi país. Me siento más fuerte, más independiente y segura de mí misma. Logré rearmar mi vida entera en un lugar desconocido, con una cultura diferente, con un idioma incomprensible a mis oídos y con personas totalmente nuevas, con quienes una simple comunicación era un arduo trabajo.   Las personas nadamos sin tener aletas, volamos sin tener alas. Hemos creado una infinidad de posibilidades, donde los horizontes más lejanos ahora están al alcance. El miedo siempre estará ahí. Es una emoción nacida de siglos de instinto, y que no está desprovista de utilidad. Nos llama a ser cautelosos, a protegernos. Pero lo realmente importante es cómo respondemos al miedo. Una vez que uno logra sobreponerse a él, cuando se aprende a confiar en uno mismo lo suficiente para lanzarse al vacío, ya no hay vuelta atrás. El temor ya jamás podrá paralizarte.   Emigrar no es fácil. Quien diga lo contrario, es porque nunca lo ha hecho. El mundo está lleno de lugares maravillosos, de sabores que harán cosquillear tu paladar, de música, de personas y culturas, de colores que no sabías que existían. Vale la pena el riesgo si con eso conseguimos reflejar aunque sea un poco de toda esa luz.   Luego de tantos desafíos y dificultades, hoy puedo decir que valió la pena. Nací en la Argentina, vivo en Turquía, estudio en una escuela de España. Soy la misma, y al mismo tiempo soy otra.   Ábranse al mundo, y el mundo se abrirá a ustedes.

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